Estoy sentado frente al teclado de tu boca.
Mis manos relajadas se preparan para iniciar el concierto.
Después de un momento de concentración,
me dispongo a abrir las cubiertas,
superior e inferior,
del doble teclado de tu boca.
Las cubiertas rojas, carnosas, sensuales, palpitantes…
quedan abiertas mostrando tu dentadura-teclado
en toda su curvada inmensidad.
Tus teclas-dientes, blancas como la nieve,
brillantes como el marfil, despiden destellos
desde su esmalte inmaculado e impoluto.
Es un teclado sencillo, sin sostenidos ni bemoles,
no hay dientes negros alternados dos a tres.
No importa.
Desde el primer incisivo hasta el último molar
contienen dos octavas y media, de Do a Fa.
Miro al panel superior en la partitura de tus ojos.
En el pentagrama transparente de tus pupilas negras
lucen las notas de la obra que me propongo ejecutar.
Coloco mis manos en tus dientes-teclas,
diseñados especialmente para el mordisco incruento
y dejo que tus bocados hieran suavemente mis dedos,
surgiendo una bella y sencilla melodía
que se combina con una sucesión de arpegios
completando así el acompañamiento.
Es un “allegro ma non troppo” que agota sesenta minutos
terminando en un exultante “maestoso”.
Un largo acorde de Fa Mayor pone punto final.
El concierto ha finalizado.
Los aplausos resuenan en la sala.
Hago una reverencia y señalo a tu teclado hermoso.
No puedo permitir que el homenaje sea para mí,
porque el mérito es tuyo, para el teclado de tu boca.
Vacío ya el auditorio, te miro, te admiro
y cierro tus dos cubiertas carnosas.
Mas, no quiero dejarte así, sola.
Me despido con un beso que sella tus labios.
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