viernes, mayo 11, 2007

MI RESURRECCIÓN EN EL PARAÍSO MUSULMÁN (Relato)


Me llamo Hassán, para variar. Y de apellidos Ben Yusuf. Desde que aconteció mi muerte generosa en la Guerra Santa, me encuentro en el oasis Ab-Del Hammadir, a unas millas al norte del paraíso musulmán. Alá misericordioso cumplió su palabra del Corán, que me fue dada a conocer por medio de su profeta Mahoma. Por fín estoy disfrutando de los inconmensurables placeres que me son donados por las cuatro huríes, las cuales me han sido asignadas, dada la infinita magnanimidad de mi jeque más inmediato: Alí ben Alí ben Yusuf, primo hermano, nacido de alguna desconocida concubina, de entre el Harén de mi antepasado progenitor.

No es un espejismo lo que veo. Mi oasis; las palmeras y la exuberante vegetación, rodean el campamento beduino. La mariposa, único insecto del lugar, pulula ora aquí ora allí, por los numerosos puntos floridos que se encuentran en este Edén ecológico. En su centro, docenas de jaimas confeccionadas con lona de piel de camello. Al fondo a la derecha mi jaima. Su lona, engalanada de gallardetes verde y oro, pues es mi cumpleaños, recuerdan el histórico día de mi nacimiento, en el mortal y corrompido mundo terrestre. El inefable 4 de Junio de 1.948. Además es día de fiesta. Hoy termina mi ronda con la cuarta de las bellas huríes que me han correspondido, en imparcial sorteo islámico. Ronda que se reanudará, empezando por la primera, hasta completar de nuevo el ciclo. Y así hasta el infinito en el tiempo y en el espacio. Dentro de mi jaima, llega desde el exterior, el sonido de la fresca agua que brota, abundante, de los grandes manantiales cristalinos. Es como un murmullo que se mezcla, a su vez, con los trinos de las exóticas aves canoras, cuyos cantos y cortos vuelos de rama en rama, contribuyen a amansar el templado ambiente de este ámbito sin igual.

Ávido de hembra, me introduzco en la semioscuridad de la estancia. Cuatro candelabros de luz alumbran suficientemente la penumbra. Al fondo, una sombra de silueta femenina se dibuja en la pared opuesta. Ni sus transparentes velos, ni su chádor azul celeste, logran difuminar la presencia lumínica y perfecta, que queda proyectada como venal diapositiva en color. Se llama YAMILE. Adivino su pelo negro azabache que, largo y suelto cae por sus hombros y se columpia lascivamente con los impulsos del aire, generado por siete odaliscas iraníes, provistas de largos abanicos con penachos de plumas de avestruz. Los ojos de YAMILE, negros y profundos, me matan con su mirada. “Fabuloso”, me dije. No he visto nada igual. Esta visión, me ocasiona un espasmo involuntario que recorre mi columna vertebral de arriba abajo, a la vez que un tardío eructo, eclosiona ruidosamente por mi boca abierta de admiración.

Acabamos de cenar en la jaima anexa. Aún me repiten los múltiples sabores del opíparo ágape que nos fue servido por siete musculosos y altos efebos etíopes, vestidos con diminutos taparrabos de seda como única prenda. Menú: ostras del mar Caspio, perdices rellenas de caviar, asado de gacela tripolitana con fresas y frambuesas. Todo ello regado con los finos caldos de uva del Éufrates, que nos estaban totalmente prohibídos durante nuestra efímera existencia terrestre. De postre: pastel de almendras, leche frita de camella, miel de palmera y dátiles.

Toda aquella mezcla de olores y sabores etílicos, me transportaban en una nube flotante, anhelante, hacia la paradisíaca hembra que se acercaba, derecha hacia mí, con los brazos abiertos. Bastó una leve contracción de los músculos de mi poderosa mandíbula, para que los transparentes velos de YAMILE se deslizaran hasta sus tobillos, Ella misma, ante mi estupefacción, me quitó con desesperante lentitud mi costosa chilaba, bordada enteramente con hilo de oro, la cual pendía holgadamente de mis robustos hombros. Su meta fue también el suelo alfombrado, al igual que su chádor. Ella no llevaba nada más. Yo sí. Un minúsculo calzoncillo de piel de pantera, que habitualmente tendría que haber caído junto con la chilaba, permanecía en su sitio. Una inesperada y enhiesta protuberancia que pugnaba por salir al exterior, lo impedía. YAMILE me acariciaba la espalda con sus torpes manos de virgen celestial. La caricia terminó en un abrazo “a tergo”, pues yo me puse pudorosamente de espaldas hacia ella. En esta posición sus manos se deslizaron hacia mis caderas, alcanzando los lazos de mi prenda interior, que liberados, permitieron izarse al estandarte prisionero en todo su esplendor.

No sé cómo sucedió, pero nuestros cuerpos entrelazados habían caído pesadamente en el redondo y mullido lecho, relleno de plumas de ánade. Allí libé el néctar de las rosas de sus pechos. Allí me acarició su aliento de hembra ansiosa. Allí bebí de la fresca agua de su boca. Al recorrer aquel cuerpo, mil veces por mí acariciado, besado, mordido incruentamente, me iba derritiendo como mantequilla al fuego. Antes de llegar al momento supremo del éxtasis final, YAMILE con su lengua dorada de diosa del placer, incansable, avariciosa, urgente, ardiente, discurría por todos y cada uno de los poros de mi cuerpo, que en ebullición, estallaban uno a uno en sucesión, como en un castillo de fuegos artificiales. Ora mis pies en su cuello de cisne. Ora mis manos en su cadera. Ora sus muslos contundentes y armoniosos apretando fuertemente mis blandas orejas. Ora mi boca a dos milímetros del frondoso jardín de su vientre… Ante mi deliberado retraso en engullir aquel rosado molusco palpitante que me esperaba, YAMILE, aceleraba ansiosa su temblor total, iniciando una danza del vientre musulmana, sin música, con el único ritmo de sus sudores desbordantes. Entre sus suspiros jadeantes y sus gritos me pareció escuchar mi nombre: “Hassán, Hassán; Hassán…”

De pronto, una nebulosa me cegó. Un rumor cercano de motores distorsionaron mi mágico escuchar. Un gélido frío invernal se apoderó de mí y me puso la piel de gallina. Me había despertado en mi cama. En mi casa de una ciudad llamada Madrid (Magerit, en tiempos de los musulmanes). Eran las ocho de la mañana. Entraba luz por la ventana por donde se divisaban, brillantes, los rojos tejados. Un clamor de bocinas resonaba en el atasco callejero diario. Luego…¿el oasis era un sueño? ¿YAMILE era un sueño? ¡No, no, no, por favor! ¿Hassán era un sueño? Sí, sí… No había quedado nada de aquello…

Solamente una leve mancha almidonada destacaba en la blancura en la sábana superior de mi cama. Y le peor de todo: yo me llamo Julio.

(Las Cosas de Julio)

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